Un post de propina

P1080196(©de la fotografía: Begoña Cerro Prada, «Cápsula de latidos en suspensión», 2013)

«Me hago reír, porque mis distintos son público»

(Carlos Marzal, «La arquitectura del aire») 

Estaba yo puliendo y dando esplendor – antes de lanzarlo «a las ondas» – a «Su manera de estar solo«, el post que publiqué a primera hora de la tarde de ayer en este mi espacio de expansión, cuando saltó en la pantalla una notificación de mi cuenta de correo. «Tienes un email» (como decía aquella película de hace años). Me avisaba de la llegada de un mensaje, remitido por la plataforma que alberga este blog, cuyo asunto era «Su blog en 2014«.

Un jarro de agua fría en el momento más inoportuno.

Porque, en pleno regocijo por mi perspectiva inminente de volver a publicar tras largos meses de bloqueo (una de esas «épocas de sequía», que Carlos Marzal, con la sabiduría del hacedor de aforismos, considera siempre «depurativas»), me encontraba, de repente y sin quererlo, en el tiempo de descuento, expulsada del partido.

«Hemos estado muy ocupados armando un informe personalizado que detalla cómo tu blog llevó a cabo (sic) en el 2014!». ¡Los pobres…!

No me dejé enternecer por esa confesión de eficacia profesional y seguí a lo mío, sin abrir el enlace al «informe personalizado». Algo parecido a lo que había hecho hace un par de días con aquello de «El año de Begoña en Facebook«, que nunca quise revisar ni compartir, y que se me apareció – literalmente- cuando menos me lo esperaba y sin haberlo pedido. Y esta vez, lo confieso, me apliqué al ninguneo con la malévola intención de descolocar (cosa que me encanta). Pues debo reconocer, en efecto, que lo que peor me sentó del mensaje no fue esa fingida candidez con que se personaba en mi bandeja de entrada, sino lo que  su aparición implica: que le han hecho la eutanasia a 2014 con perversa fruición, dando cerrojazo anticipado – y robándole sus mejores horitas crepusculares- al pobre año envejecido, no vaya a ser que el año nuevo les pille en el despacho «muy ocupados armando informes personalizados». Parecen funcionarios (con perdón).

Así que, mi reciente vuelta al espacio virtual resulta ya extemporánea, fuera de toda estadística y de todo pronóstico, y se sumerge en una especie de agujero negro (tan de moda ahora) del que no sé cómo saldrá, si es que sale.

Mientras tanto, y en esas horas ya para siempre perdidas a los efectos del famoso informe, he revitalizado mi actividad bloguera, he ido a clase de Pilates y a clase de música, he hecho la compra de la semana y el postre para la cena de esta noche, y he deshecho – móvil en mano- un espinoso entuerto profesional (¡y eso que estoy de vacaciones!).

Y también, por supuesto, he leído el «informe personalizado», que comienza así: «Un teleférico de San Francisco puede contener 60 personas. Este blog fue visto por 1.100 veces (sic) en 2014. Si el blog fue (otro sic) un teleférico, se necesitarían alrededor de 18 viajes para llevar tantas personas

Al margen del macarrónico castellano en que se expresa, y al margen también de las pingües cifras de balance (mea culpa, supongo) con que se abre el informe, resulta encantadora esa metáfora inicial del teleférico, pensada sin duda para que no decaiga mi ánimo y pueda visualizar con una imagen compacta, en modo-rebaño, a los visitantes del blog, para que así parezcan más. Teniendo en cuenta que probablemente esos «mil cien hijos de San Luis» (¿lo pillas?) son muchos menos, y que bastantes de ellos son commuters o frequent flyers que viajan con frecuencia en este teleférico, la cosa ya se ve de otro color (¡es que la fidelidad a la marca también cotiza!). Otro tema apasionante es el de la información complementaria sobre los viajeros, que el informe desgrana con orden y precisión. A destacar ese item que dice «¿De dónde vinieron»?, y que me indica, sobre un mapamundi, que algunos de los avistadores vinieron de ultramar, de las repúblicas americanas, lo cual tiene enorme mérito si lo hicieron a bordo del teleférico.

En fin, que llegados a este punto, tiré de mi fondo de armario fotográfico y encontré la maravillosa fotografía que encabeza este post, y que yo tenía – para mis adentros – calificada, a su vez, de metáfora insospechada de una bola de Navidad de nuevo cuño colgando del árbol. Ya sé que no es un teleférico de San Francisco, pero este otro es muy gallardo y tiene más donaire.

A ver si en 2015, en las horas que me roben, puedo poner una foto de un vagón de cercanías, en el que cabe más gente.

Gracias por viajar conmigo.

A Grecia, que con firmeza pisa en el mar (I). Atenas.

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 (©Begoña Cerro, «Metáfora«, 2014)

«Todo se eclipsa menos vuestra gloria;
el bronce muere y se deshace el mármol (…)»

(Lord Byron, «Himno a Grecia«)

«De la justicia sol inteligible * y tú mirto que la gloria deparas
no, os suplico que no * olvidéis a mi tierra.»

(Odysseas Elytis, «Dignum est»)

 

Un día cualquiera de febrero. Impresiones.

Atenas amanece temprano, entre sonidos de claxon y bajo esa atmósfera gris blancuzca – pertinaz espuma de los tiempos modernos – que corteja a la ciudad y le presta un halo irreal de luz alba y cegadora. El tráfico y el bullicio se apoderan de las calles principales. Un grupo de escolares entrena en la pista del estadio Panatenaico y pone una nota de color y de juventud entre los mármoles severos de sus gradas. La plaza de Monastiraki hierve de gentes ociosas que se sientan al sol en las tabernas y hablan entre sí en voz muy alta; discuten, gesticulan, se toman tiempo para conversar, mientras otros muchos hacen corro en torno a un orador callejero, o regatean en las tiendas de las calles que van a dar a la plaza. Hay mucho ruido. El mercadillo de la calle Adrianou ya está instalado, desde primera hora, casi en la falda de la Acrópolis; sus puestos exhiben esas decrépitas «viejerías» que sobreviven a sus dueños como si de tesoros se tratase; apenas es posible encontrar algo que no sea una inutilidad, pero son restos de otras vidas que buscan una segunda oportunidad en manos nuevas. En el moderno centro de congresos, la apertura de una conferencia internacional se convierte en un campo de batalla entre algunos asistentes griegos y el ministro griego del ramo, ante los ojos atónitos de los delegados extranjeros, que apenas entienden una palabra pero perciben la tensión del momento y tratan de cazar al vuelo las octavillas escritas en inglés que les dan la clave de lo que está sucediendo. A esa misma hora, y en la avenida en la que se encuentra el Museo Nacional de Arqueología, hay una manifestación que ha obligado a desviar el tráfico, provocando un caos circulatorio importante.

Las mesas de las tabernas del barrio de Plaka y de los cafés de la calle Adrianou invitan a disfrutar del sol y de la cálida temperatura de las primeras horas de la tarde. Enseguida se llenan de gentes  que comparten la alegría de vivir. A estas alturas del año, todavía hay pocos turistas y el ambiente es auténticamente ateniense. Los encargados de los locales atienden a sus clientes con calma y con franca simpatía. Hay algo muy mediterráneo en todo ello. Como en las tiendas de Plaka, tiendas de brazos abiertos a la calle. Como en los quioscos amarillos que hay por toda la ciudad, en los que se puede comprar casi de todo, y ante los que siempre hay personas que discuten de política frente a los titulares de la prensa del día.

La caída de la tarde es privilegio de las colinas, que la ofrecen como un don a quien la sepa apreciar.  Frente a los Propíleos de la Acrópolis hay un parque silvestre lleno de jóvenes que pasan el rato con la ciudad a sus pies. Muy cerca se puede tomar un sendero que lleva a la colina de Filopapo, llamada Monte de las Musas en la antigüedad; es una colina muy frondosa, y aunque la leyenda dice que sus entrañas fueron prisión de Sócrates, la verdadera leyenda viva es el esplendor que regala a quien llega a su punto más alto: hacia un lado, la mirada se pierde por los barrios de Atenas y de Pireo hasta el tranquilo espejo del mar Egeo; hacia el lado contrario, la más bella vista de la Acrópolis es capaz de suspender el tiempo y la respiración.

En la plaza Sintagma, ya casi al anochecer, una pareja de jóvenes enamorados se hace fotografías ante la fuente que cambia de colores. A pocos pasos de allí, un grupo de feministas corea consignas con un megáfono ante la indiferencia de los transeúntes y de los agentes de Policía que no las pierden de vista. Algo más lejos, ante la embajada de los Estados Unidos, otro grupo de manifestantes grita sus exigencias bajo la vigilancia atenta de un puñado de policías. La noche ha sorprendido a la Big Band que lleva tocando animosamente desde hace horas en la plaza de la pequeña iglesia bizantina. En el moderno auditorio, comienza un concierto prometedor: un joven director de orquesta griego dirige a un conjunto vocal e instrumental ruso, con un repertorio de Haendel y Purcell.

Desde la terraza de mi hotel en Plaka, la Acrópolis iluminada parece una vela encendida en vigilia por su ciudad. Durante toda la noche. Hasta el amanecer.

Así sea, por los siglos de los siglos. Larga vida a Atenas.

«Hablé del amor de la salud de la rosa del rayo de sol
Que solo va directo al corazón
De Grecia que con firmeza pisa en el mar
De Grecia que me lleva siempre de viaje
A montañas desnudas gloriosas de nieve.»

(Odysseas Elytis, «El sol primero»)

 

(Mikis Theodorakis, «O Kaimos«)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Doña Emilia, on the road.

En el camino

(©Begoña Cerro, «En el camino», 2014)

«(…) Nunca el tiempo ha viajado a esta tierra perdida,
la aulaga y el brezo florecen a destiempo.
Las rocas sobresalen, los arroyos corren cantando,
sin cuidar de si la estación se anticipa o retrasa,
los cielos vagan en lo alto, ora azules, ora de pizarra;
se conocería al invierno por su cortante nieve
si junio no tomara también su armadura. (…)»

(Robert Graves, «Acres rocosos»)

El camino, estrecho y serpenteante, había discurrido durante un par de kilómetros junto a la orilla del río, pero en determinado punto se separó de ella y dejó de seguir el curso de las aguas para desembocar, finalmente y al cabo de muchos vericuetos, en otro camino más ancho. Atrás quedaba el paraje fresco y frondoso, y el paisaje se abría ahora, de repente, a una llanura circundada por imponentes mesetas de roca bajo un deslumbrante sol de finales de invierno.

Tomamos el sendero hacia la izquierda, aun sin tener seguridad de que ésa fuera la decisión correcta para llegar a nuestro destino: un pueblo encantador que debe su fama a su puente romano de un solo ojo, monumental Polifemo que da a la villa su estampa más singular. El camino, recto y despojado, parecía llevar precisamente, si se tomaba hacia la izquierda, a un pequeño pueblo. No había nadie en los alrededores. La quietud del lugar casi sobrecogía. Como el propio paisaje, desprovisto de signos de actividad humana excepto por una antigua vía de tren, abandonada, que iba paralela al camino.

De pronto, a cierta distancia aún, distinguimos en el camino una figurita menuda y pizpireta que venía en nuestra dirección. Una mujer mayor, con andares ágiles, que no tardó en estar frente a nosotros. La saludamos con mucha amabilidad; ella nos respondió en un tono muy jovial y comenzó a hablar sin tregua, decidida a pasar un buen rato de animada conversación allí mismo, en medio de la nada.

Doña Emilia nos contó que tiene 93 años y es la hermana del cura. Del cura de su pueblo, se entiende. Aunque, en realidad, su hermano es el cura de varios pueblos de la comarca, todos ellos diminutos y casi despoblados, pero todos con su respectiva iglesia construída en época muy pretérita. Doña Emilia aparentaba menos edad. Por la viveza de sus ojos, por la gracia con la que hablaba, por el buen ritmo de su caminar, y sobre todo por las ganas enormes de entablar conversación y de conocer a quien le saliera al paso. Vestía un abrigo de paño tostado, algo prieto y bastante largo, bajo el que se veía un forro polar, casi deportivo, de color malva. Llevaba un bastón que le servía como extensión expresiva del brazo antes que como apoyo para andar. Su cabello, fuerte y encrespado, reclamaba un repaso del tinte castaño que lo cubría. Su rostro, muy risueño, y surcado por las muchas arrugas que los años de vida y los inviernos duros procuran, se animaba más y más mientras nos contaba que una vez, cuando era muy jovencita, había saludado al obispo. Nos contó dos veces seguidas el relato de su momento de gloria, y la anécdota de su vida parecía suceder de nuevo para ella. Porque se sentía escuchada con atención. Yo trataba de imaginar al obispo de sonrisa eclesiástica y su más que probable desconcierto ante aquella mujer parlanchina que ahora recreaba la escena con los aderezos que el tiempo y el olvido cuelgan de nuestros recuerdos.

Nos dijo que la cuidan sus vecinas, que también le preparan la comida y le arreglan la casa, aunque ella misma sigue haciendo la compra cuando alguien la lleva al pueblo de al lado, que tiene una tienda. Y nos hizo saber, entre risas, que hace alfombras y que, si la acompañábamos a su casa en ese mismo momento, nos enseñaría a hacer alfombras en diez minutos. Insistió mucho en esto último. En la ventaja de aprender a hacer nudos de alfombra en tan poco tiempo y bajo su guía. Y en la oferta de su hospitalidad.

Doña Emilia pasea todos los días por ese camino, que sale de su pueblo y llega hasta el otro pueblo cercano, el del puente romano. Probablemente, no siempre se cruza con alguien mientras pasea. O, quizá, suele coincidir con las mismas personas, con sus pocos y archiconocidos vecinos a los que, con seguridad, ya habrá contado sus sucedidos más de una vez, y más de dos.

Nos preguntó de dónde éramos. «De Madrid», le respondimos. «¡Ay, qué guapos!», nos dijo, mientras apretaba nuestras manos con la mayor naturalidad y con cierta sensación de orgullo.

Le contamos que queríamos visitar el pueblo del puente romano de un solo ojo. «¡Pues venga, vamos!», comentó entusiasmada, mientras se cogía de nuestros brazos y se ponía en marcha con su mejor disposición.

Cruzamos entre nosotros una mirada cómplice. «Mire, es que llevamos cierta prisa, y como el pueblo todavía está lejos…» le dijimos. Nos despedimos de ella con un par de besos. No pude evitar volverme, al cabo de unos pasos; lo hago casi siempre, apenas sin darme cuenta, como si me gustara despedirme dos veces. Allí seguía Doña Emilia, en el camino, agitando su bastón y diciéndonos adiós.

Pienso que nuestra prisa debió de parecerle algo insólito. ¿Prisa? ¿Allí donde los siglos han moldeado con dureza el relieve, donde el invierno es largo y frío, y donde todavía se espera a que alguna vez pase ese tren que sólo lleva de ningún sitio a ninguna parte?

Allí, donde la hermana del cura sigue siendo la misma muchacha que, hace más de setenta años, saludó un día a un obispo y que, al cabo de toda una vida, debe de haber hecho muchísimas – quién sabe cuántas- alfombras de nudo.

Devanando la memoria. La metrópolis de las colinas perfumadas.

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(©Begoña Cerro, «Hielo, bruma y armonía. Invierno en el Palacio de Verano«, Beijing, 1993)

«El sentido de este reflejo no está claro, una superficie de agua reducida, todas las hojas de los árboles han caído, las ramas son de un color gris negruzco, el árbol más próximo se parece a un sauce, un poco más lejos, los dos árboles más próximos al agua son sin duda unos olmos, enfrente, unos finos tallos de sauce, desgreñados, cuyas ramas despojadas acaban en pequeñas horcaduras, no se sabe si la superficie del agua está helada a causa del tiempo frío, por las mañanas tal vez la recubre una fina capa de hielo, el cielo está anubarrado, como si fuera a llover, pero no llueve, nada perturba la calma, ni un estremecimiento en la punta de las ramas, ni tampoco viento, todo está inmóvil, como si estuviera todo muerto, (…) pintura acabada que no está ya sometida a ningún cambio, la misma voluntad de cambiar ha desaparecido, ni perturbación, ni impulso, ni deseo (…)»

(Gao Xingjian, La Montaña del Alma)

El Palacio de Verano permanecía imperturbable, desde siempre. También aquel día, bajo el pálido sol y el intenso frío de diciembre. El barco de mármol de la emperatriz Cixi flotaba inmóvil sobre las aguas congeladas del lago Kunming, detenido para siempre en el instante justo en que parecía disponerse a navegar entre islas y pabellones de poéticos nombres, bajo el Puente de los Diecisiete Arcos y a orillas de jardines delicadamente perfumados.

Por todo el recinto, los caminos sinuosos enlazaban pequeños paraísos de armonía y de belleza que se hicieron para el disfrute de unos pocos, aunque entonces ya eran patrimonio de muchos y, por ello, objeto de su voraz curiosidad.  Los visitantes -locales, en su mayor parte, en aquella época del año- recorrían el Gran Corredor sin mostrar emoción alguna ante las escenas de hechos históricos que decoraban su techumbre, o subían hacia la Pagoda de Buda Fragante sin la solemnidad que parecería lógico esperar de quien asciende por la Colina de la Longevidad.

Guardando un digno silencio sobre su vida pasada, y testigo del esplendor imperial de otros tiempos, aquella arquitectura de la medida y del ritmo me transmitía una calma fría, sabia, ajena a lo efímero de la modernidad. Construida con una intención de estabilidad y perennidad, parecía querer resistir y desafiar la humillación del presente, la pérdida de su aura sagrada y la invasión popular de sus espacios.

Ese sentido de resistencia y de dignidad de lo que nació para ser eterno, estaba también presente en otros simbolos artísticos de la China milenaria en Beijing. Desde la Gran Muralla, mi vista se perdía entre colinas suaves y redondeadas, siguiendo el curso de la cinta defensiva, interminable, con que China afirmó una vez su poder en el mundo. La Muralla callaba, diciéndolo todo. Como callaban también las estatuas del Sendero de la Paz, en las tumbas Ming, o los palacios replicantes de la Ciudad Imperial, antaño Ciudad Prohibida, ya desnudos de gloria y de riquezas tras la enorme puerta  de acceso al conjunto presidida por un gran retrato de Mao.

Me sentía interpelada por el silencio y el orden de esos símbolos de eternidad de la cultura y la historia de China, frente al bullicio de las calles de Beijing y al galimatías de su muchedumbre, y frente a la pérdida de identidad cultural que se podía apreciar en los atuendos occidentalizantes e impersonales de sus gentes, en la incipiente construcción de rascacielos, en los enrevesados bucles de arterias y circunvalaciones para el tráfico, o en los rótulos luminosos de las cadenas occidentales de fast food que comenzaban a florecer en las zonas más concurridas de la ciudad.

La capital china – «gran árbol viejo en el que viven millones de insectos incapaces de reconocer el tamaño de ese árbol«, en palabras del escritor Lin Yutang (1895-1976)- seguía siendo entonces ese hervidero de insectos ajenos a la antigüedad y a la inmensidad del árbol en el que habitaban. Esencia misma de la contradicción, la ciudad era orden y caos a un tiempo, tradición inmutable y vorágine de lo nuevo que todo lo arrasa. Una gran metrópolis de hutongs en la retaguardia de la gran avenida central, de tráfico endemoniado de automóviles, bicicletas y carromatos inimaginables, de puestos de venta de carne animal y de pescado vivo a la vuelta de cualquier esquina, de colinas perfumadas y de parques en los que se practicaba tai-chi y se bailaba muy despacio, en perfecta coreografía de grupo, al son de la música tradicional.

Fueron días de frío en los huesos y de bebidas calientes, de agua siempre hervida en una ciudad cuya agua corriente no era potable. Aprendí que no es en absoluto cierto eso de que los chinos «son todos iguales«. Fui muy consciente de ser la diferente en un universo de ojos rasgados y me di cuenta de lo que significa que la condición de extranjera despierte comentarios y miradas de extrañeza entre quienes te rodean. También percibí que, probablemente, no me resultaría nada fácil encontrar el propio eje en esa ciudad esquizofrénica de presente y pasado, interesante como ejemplo del reciente devenir de los tiempos en la aceleración de la historia, y agotadora por la ajenidad, tan difícil de superar, del sustrato cultural que la sustenta.

En aquellos días encargué un sello de jade con mi nombre en chino, y lo consideré como el más delicado recuerdo que traía de mi estancia en Beijing. Después, ya aquí, nunca supe muy bien para qué utilizar el dichoso sello que me identificaba con una caligrafía incomprensible. Por mucho que se empeñara el sello, aquel yo no era yo, evidentemente.

 (A mi amiga Mari Tere, que compartió conmigo viaje y trabajo en el Beijing de hace veinte años, durante una semana de diciembre.

En honor a la verdad, debe decirse que sobrevivimos, sin secuelas, a las largas sesiones de trabajo a que nos sometió, en una institución pública china, un nutrido equipo de funcionarios sobradamente preparados. Tales pruebas de resistencia física e intelectual forjaron nuestra amistad casi tanto como las escapadas vespertinas que hacíamos por la ciudad tras quedar liberadas de las obligaciones profesionales. Aún permanece inexplicable para la ciencia cómo pudimos volver todas las noches al hotel sin perdernos en aquella ciudad laberíntica, llena de gente que no hablaba más que un idioma impenetrable y con la que era imposible entenderse, o cómo conseguimos ir a la ópera dos veces y zascandilear por donde quisimos – siempre en una beatífica inopia de por dónde andábamos- sin despertar las sospechas de nuestros anfitriones profesionales, que vivieron felices durante nuestra estancia, convencidos de que, al dejarnos en el hotel por las tardes, se aseguraban de que no vagaríamos a nuestro libre albedrío por esas calles de Dios. A veces pienso que fue clave, sin duda, seguir aquel buen consejo que alguien nos dio antes de salir de Madrid: «¡Cuidado, no os metáis en política!». Ni ganas que teníamos, por cierto…)  

(Claude Debussy, «Pagodes», de su álbum para piano «Estampes». Walter Gieseking al piano, en una grabación de 1956)

En el confín.

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(©Begoña Cerro, En el confín, 2013)

«El vacío existe
mientras no caigas en él.»

(Odysseas Elytis, «María Nefeli»)

Tender la mirada hasta donde alcanza la vista. Escudriñar el horizonte. Buscar en la geografía aquello que nos interpela. Bien porque no lo esperábamos. Bien porque no lo comprendemos. O, tal vez, porque nos hace creer en lo que vemos.

Y que esa geografía también llegue a ser, entonces,  parte de nuestra geografía vital. Para anclarnos en sus referencias. Para devolvernos un instante perdido. Para hacernos comprender que no hay vacío en el paisaje, sino ausencias y presencias, fantasmas errabundos y apariciones insólitas.

Como ese Nautilus que ahora emerge ante nuestros ojos, capitaneado por Nadie…

«Volare».

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(©Begoña Cerro, Volare, 2013)

«Y me envuelvo en nubes que fácilmente disipa una paletada de puro cielo.»

(Odysseas Elytis, de «Las clepsidras de lo desconocido», en «Orientaciones»)

Glosario de urgencia para viajeros desinquietos y volanderos.

Avión. Ese acelerador de todas nuestras partículas. Coctelera de sensaciones, de expectativas, de desapegos. Pájaro mágico al que nunca escuchamos cantar, sólo rugir.

Viaje. Salto en el mapa y en nuestra propia hoja de ruta. Experiencia total de la que nunca se debe salir indemne.

Distancia. Aquello que nos separa de un finger y otro finger, de un suelo firme y otro suelo firme, de una forma de vivir y de otra. Y que no existe, sin embargo, en nuestro protegido primer mundo, en su «más de lo mismo».

Alma. Ella nunca se acompasa a la celeridad de esa centrifugadora aérea que nos transporta. El alma viaja despacio, envuelta en la corriente de su propia brisa, siempre a su propio ritmo. El alma es sabia.

Nubes. Son las praderas del cielo. Sus colinas, sus montes, sus bosques…

Cielo. Impone de forma absoluta su presencia inconmensurable. Su infinitud. Su misterio. Sin embargo, en el cielo nocturno por el que vuela el avión nunca veo estrellas; mayor misterio todavía: espacio sin referencias.

Silencio. Reina al otro lado de la ventanilla, y debe de ser sobrecogedor. Daría cualquier cosa por salir a escucharlo.

Asombro. Ante la naturalidad de lo imposible, ante la transgresión del vuelo del hombre en su máquina. Es el gran equipaje olvidado por el viajero en cualquier esquina de su apresurada vida.

Equilibrio. La clave de todo el juego. Frágil y vulnerable, un milagro logrado en cada vuelo. Merece la pena invitarlo a nuestro espacio interior.

Luz. Un espectáculo único, si se sabe mirar alrededor en lo alto. Cegadora y transparente, o salpicada de rayos y fogonazos. Sombría a veces. Siempre absoluta.

Magia. Cruzar a través del espejo para salir después de la chistera o de la manga, al toque de «ya» y a tropel, con muchas ganas (de regresar a este lado, ¡qué cosas!) .

Ilusión. Conviene llevarla como equipaje de mano; tiene la virtud de convertir en algo mínimamente poético ese transporte múltiple de individuos embarcados en una misma suerte.

Turbulencia. Una sacudida, un despertar, un preocuparse y un echarse la bebida encima: todo uno.

Tiempo. Aquello cuyo sentido se pierde, cuya relatividad se dispara, cuyo valor se cotiza al alza para todo viajero volátil in itinere. Y algo que, como en cualquier otra situación, no hay quien lo recupere si se pierde.

(Por cierto, en la fotografía mía que encabeza este post nada es lo que parece.)

Anhelante.

Mariposa

(©Begoña Cerro, «Anhelante», 2013)

«El mirar me ilimita:
vivo al borde de lo inconcebible.»

(Luis Feria, «Arras»)

Ver el mundo, y querer abarcarlo todo.  Saber volar, y no ser capaz de cruzar al otro lado, hacia esa realidad que sólo se posee con la mirada y con el deseo. No poder salir de una jaula de cristal.

Impasible, tenaz en su quietud, apenas se movía. No fuera a ser que, entonces, se enredara en este lado de las cosas, tan oscuro y prosaico. Mejor así, siempre anhelante, sin distraerse de la atracción por la luz. Quién sabe si tal vez, en algún momento, pudiera estar del otro lado…

Abrí la ventana.

Y el aire se llevó la mariposa, envuelta en un súbito abrazo.

Acaso un instante.

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(©Begoña Cerro, «Acaso un instante«, 2013)

«Acércate a los árboles, verás
y podrás escuchar que no existe un silencio
más poblado de voces, que parecen
alzarse desde el suelo hasta otro espacio.
(…)
Acércate a las hojas, llégate hasta el rumor.»

(Andrés Sánchez-Robayna, «Más allá de los árboles»)

Así, recogida sobre tu propia presencia aérea y ligera, apenas enredas en la fronda las leves puntas de tus pies;  temes herir la hierba con sus huellas. Te sabes parte del misterio, pequeña y frágil figura que se ilumina en verde, como la tierra que se ofrece a la luz cordial de la tarde. Sobre ti el rumor de los ramajes, que trae las voces de quienes habitaron el pasado de este instante fugaz que, ahora, sólo a ti te pertenece.

Inquieta, despliegas tus alas para sentir que son tuyas, para cerciorarte de que su sombra sobre la alfombra de hierba es tu propia sombra, Porque sabes que el instante casi es ido, y que tu eco y tu latido de entonces ya se entregaron, para siempre, al rumor que nunca cesa.

Soñar, tal vez vivir…

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(©Begoña Cerro, «Soñar, tal vez vivir…», 2013)

«Dos puertas hay del Sueño. Una de ellas de cuerno, según dicen,
por donde se permite fácil paso a las sombras verdaderas,
la otra es toda brillante con la lumbre del albo marfil resplandeciente.
Por ésta los espíritus sólo mandan visiones ilusorias
a la luz de la altura. (…)»

(Virgilio, Eneida, Libro VI)

Con aire de diosa derramas la mirada en torno tuyo y frente a ti, desafiante. Cumplirás tu promesa, invocando al viento para que lleve tu encargo y te preste ligeras alas con las que volar allí donde quien te sueña, te espera. Tomarás posesión del reino de la divinidad y, coronada por la dicha, oficiarás la ceremonia con generoso empeño. En delicioso delirio prodigarás el tiempo, y el curso del sol, pertinaz e inveterado, desdeñarás por el gozo de remontar el vuelo hacia la noche. Realidad y deseo, fulgor del júbilo en los párpados. Vivir, tal vez soñar… Soñar, tal vez vivir…

(Procura, no obstante, aprehender cada gesto con tus ojos, con tus manos, como radiante trofeo. Inconsolable será tu lamento si sólo guardas el recuerdo que se conserva de un sueño.)

«(…) To die, to sleep.
To sleep, perchance to dream (…)»

(William Shakespeare, Hamlet, Acto III)

Penitentes estivales

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(©Begoña Cerro, Penitentes estivales, Collage sobre fotografía original tomada por mí en la playa de Ondarreta, San Sebastián, en 2013)

Luciérnagas fosforescentes en la noche.
Ungüentos y perfumes venidos de Oriente.
Juegos de naipes sin cartas marcadas.
Oráculos de memoria, en intacta vigilia.
Cigarras estridentes bajo el sol de la tarde.
Abanicos parlantes que aletean nerviosos.
Limones ácidos como el olvido.
Mareas volubles que huyen de sí mismas.
Amarras sueltas en el puerto.
Yodo azulado en la brisa junto al faro.
Volcanes torcidos como sentencias rotas.
Olivos silvestres, de plata y ceniza.
Lóbulos de arco en el claustro en silencio.
Uvas como universos encadenados.
Pólvora viva que busca la llama.
Tréboles de cuatro hojas bajo las ramas del sauce.
Ultramar lejano en las páginas de un libro.
Ocaso inflamado sobre el horizonte.
Serenatas a la luz de la luna.
Islas improbables en el espejo del sueño.
Diluvio de imágenes para atesorar.
Adarves del ayer, hoy transitables.
De todo ello, regálanos, ¡oh, verano!…
… antes de que te extingas para siempre…

«(…)El verano es un vaho, por lo tanto
no tiene ojos ni párpados ni lágrimas,
en sus tardes de atmósfera más tenue
es calor, es calor, y en las mañanas
de aire pesado, corporal, viscoso,
es calor, es calor. Con eso basta.
(…)»

(Mario Benedetti, A ras de sueño)